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El ventano |
Somos más de una y de dos quienes opinamos que se hace muy difícil encontrar gente con la que quedar para ir al monte. Y es que casi se puede decir que por cada persona que salimos al monte hay una manera diferente de entender esas salidas a la montaña. Unos salen muy temprano, tanto que más parece que vayan a subir un ochomil que un monte de ochocientos metros. Van prácticamente siempre a los mismos montes y, aunque durante el paseo paren y vuelvan a parar, impidiéndote coger un ritmo, luego corren para llegar a casa a tiempo para la comida. Parece que tengan que poner la mesa o, que de no hacerlo ellos, no se fuese a comer en sus casas.
Otros van a pasar todo el día. Paradita para desayunar por el camino, paseíto, bajar a comer menú, sobremesa y… parecen no tener casa, oye. Nunca ven el momento de regresar. Y cuando tú les haces saber que quieres volver, te preguntan a ver si tienes prisa por llegar para pasar la aspiradora. Ni que las tías no tuviésemos otra cosa mejor que hacer en casa que las “labores” que hacían nuestras sufridas madres y abuelas.
A otros nos acusan de no disfrutar lo suficiente en el monte. Todo porque no paramos a comer o fumar en las cimas. Pero es que pocas costumbres conozco yo tan insanas como la de parar en una cumbre y sacar el bocata… ¡haga el tiempo que haga! Da lo mismo que luzca el sol que corra un viento helador. Hay que comer solo por el hecho de haber llegado a una cima.
Visto lo cual, hace tiempo llegué a la conclusión de que la mayoría de las veces lo mejor es ir sola. Salgo a la hora que quiero de casa. Voy al monte que me da la gana, ya sea archiconocido como si no lo conocen ni en su casa. Nadie me acusa de equivocarme de camino ni de no parar en la cima “a disfrutar”. Vuelvo cuando acabo la actividad montañera en sí y, al llegar a casita, en vez de pasar el aspirador y fregar los trastos del desayuno, disfruto como una enana volcando al ordenador el track que he guardado en el GPS y poniéndolo sobre un mapa.