El Uluru (840 m) es una montaña que impacta cuando se la ve por primera vez, a distancia, desde la Lasseter Highway, con el sol cayendo implacable sobre su mole de arenisca. Surgiendo con sus 348 metros de desnivel y sus más de 8,5 km de contorno, en mitad de la llanura árida del centro australiano. El territorio que la rodea es inhóspito, sembrado de arbustos canijos y de algunos árboles canosos, duros supervivientes a unas condiciones climáticas extremas. Y allí está ella, dorada, rotunda.
Cuando se está cerca se descubre que la uniformidad de su superficie es solo aparente. Las paredes verticales de la gran roca están plagadas de ondulaciones, de toboganes que se cruzan, de heridas que ha dejado la erosión en forma de bocas y de ojos, de dientes y alveolos, de hendiduras y de precipicios. No hay una sola brizna de hierba en su piel vertical, tan solo algunos arbustos a sus pies, y las aguas que alguna vez la recorren en pequeñas cascadas han dejado tras de sí una huella renegrida de líquenes que simulan pinceladas grises y verticales.