miércoles, 15 de abril de 2020

Peña Ventosa (1434 m) - Matilde Sanz

Peña Ventosa y un precioso ejemplar de castaño de El Habario (Pendes)
Hay salidas que cobran especial significado por el momento en que se viven. Esta actividad supuso para mí un antes y un después en mi vida montañera: un par de hernias lumbares que llevaba arrastrando hacía años y un desviamiento de vértebra recién diagnosticado me hicieron creer que eso de dormir “al raso” había pasado a la historia. Que los días de travesuras en las que rapelar, hacer trepadas o en los que hay que ir saltando de roca en roca para poder alcanzar un objetivo —sin olvidar que una aventura termina cuando estás de vuelta— ya se habían borrado de mi horizonte. Nada más lejos de la realidad: todavía tenía y tengo por delante mucho camino por recorrer y pequeñas locuras a las que hacer frente.

Peña Ventosa desde Ciruenzo Mayor (1307 m), al otro lado del desfiladero de La Hermida
Iglesia de Santa María de Lebeña, mozárabe, siglo X, fotografiada desde el Pico Aliago (627 m) 



Corría el mes de agosto. Lara tenía unos días de vacaciones por delante y tanto pareja como amigas estaban desaparecidos en combate: que si esto, que si lo otro… todo eran pegas. Y ¿a quién recurrir en semejantes circunstancias?: a la que siempre parece tener preparada y pendiente alguna travesura montañera. El caso es que yo ya estaba medio comprometida con unos amigos para ir unos días de esa semana a Picos. Así que primero llamé a Gerar para ver cómo iba el proyecto común y explicarle, de paso, los planes que yo había diseñado para hacer con la Reineta. La salida en grupo se había venido abajo pero, aun así, se mostró titubeante. “Consúltalo con la almohada y mañana me dices”, le propuse.
A la mañana siguiente llamó para decirme que si a Lara no le importaba que se uniese él a la timba, se apuntaba. “¡Qué le va a importar, hombre! Estará encantada”. Así que nos echamos la mochila a los hombros y nos fuimos hasta Santa María de Lebeña, punto de inicio de esta pequeña aventura, felices y contentos. En Lebeña hay una magnífica muestra de arte prerrománico, concretamente, mozárabe, pero no hay bares; únicamente un chiringuito, atendido por Beatriz, donde puedes comprar refrescos y chorradas tipo snacks. Pero, y en este caso hay un fantástico “pero”, también ofrece unos exquisitos tomates recogidos directamente de su huerta que saben mejor que el caviar iraní y que vienen de cine antes de acometer una subida con mochila de travesía. Aliñados únicamente con un poco de sal, también incluida en el precio, y… ¡qué manjar!  El recuerdo que nos dejó aquella merienda a base de tomates no se nos borrará tan fácilmente.


El bicéfalo Cueto del Valle (705 m)

Peña Ventosa durante el primer tramo de subida





La idea que llevábamos era subir al collado de Taruey donde hay un par de refugios. Esperábamos que, al menos uno de ellos, estuviesen en plan lo suficiente digno como para pasar la noche, una noche de luna llena y estrellas fugaces: la noche de las lágrimas de San Lorenzo. Previamente, teníamos previsto subir un par de cimas menores y visitar la Braña de los Tejos. Las minas de blenda, el Alto de Las Cuerres (1413 m), nada de lo que visitamos nos decepcionó y, aunque tuvimos ratos de niebla, esto no hizo sino añadir encanto a la ruta.


La Braña de los Tejos 

La Braña de los Tejos




Los dos refugios resultaron estar en magníficas condiciones y elegimos el más grande porque nos pareció que era más luminoso. Gerar no solo fue una gran ayuda sino también una grata compañía y, aunque esa circunstancia yo ya la conocía, para Lara resultó una agradable sorpresa: “este sherpa mola”, fue su espontáneo piropo al ver que la pesada mochila de nuestro compañero incluía un hornillo para poder hervir agua y preparar un té bien calentito. Hicimos acopio de ramas para intentar encender la hermosa chimenea, aunque debo confesar que no lo conseguimos.


Los dos refugios del collado Taruey
Feo por fuera pero acogedor por dentro
Interior del refugio

Intentando hacer fuego


Disfrutamos de una noche despejada con una enorme luna llena quien tuvo el detallazo de salir por detrás del, visto desde nuestro emplazamiento, cónico El Tumbo (1841 m) proporcionándonos una visión inolvidable. Solamente yo tuve la suerte de ver estrellas fugaces, en dos ocasiones separadas por un corto intervalo de tiempo. A cambio, para que la suerte estuviese bien repartida, fui la única pringada que no pegué ojo en toda la noche por culpa del frío.

Atardecer
El Tumbo y la luna llena


Al día siguiente, nos acercamos a la cima de Peña Ventosa. A pesar de su amenazante aspecto, llegar a su punto más alto y a su buzón montañero, solo te exige poner las manos en uno de los tramos finales. Sin mochilas y habiendo superado todo el desnivel la tarde anterior, nos resultó una ascensión fácil y muy agradecida.

Acercamiento a Peña Ventosa

Cresterío de Peña Ventosa

Fácil canal de subida





Una jornada digna de ser recordada y que ahora revivo con casi tanto placer como cuando la llevamos a cabo. Y… ¿sabéis cómo concluyó aquel precioso periplo? Pues con una nueva visita al chiringuito de Beatriz donde nos zampamos sus estupendos tomates mientras buscábamos sitio en el que pasar la noche.


Peña Ventosa desde el Collau Pelea sobre Cabañes


2 comentarios:

Enrique dijo...

Habrá que visitar la zona por varios motivos. El primero porque es una montaña desconocida para mí y el segundo para probar los ricos tomates de Beatriz.
Bonito relato e interesante (y barato) refugio.

hamlet dijo...

No te vas a arrepentir, Enrique. Cuando vayas, ya nos contarás.