El Uluru (840 m) es una montaña que impacta cuando se la ve por primera vez, a distancia, desde la Lasseter Highway, con el sol cayendo implacable sobre su mole de arenisca. Surgiendo con sus 348 metros de desnivel y sus más de 8,5 km de contorno, en mitad de la llanura árida del centro australiano. El territorio que la rodea es inhóspito, sembrado de arbustos canijos y de algunos árboles canosos, duros supervivientes a unas condiciones climáticas extremas. Y allí está ella, dorada, rotunda.
Cuando se está cerca se descubre que la uniformidad de su superficie es solo aparente. Las paredes verticales de la gran roca están plagadas de ondulaciones, de toboganes que se cruzan, de heridas que ha dejado la erosión en forma de bocas y de ojos, de dientes y alveolos, de hendiduras y de precipicios. No hay una sola brizna de hierba en su piel vertical, tan solo algunos arbustos a sus pies, y las aguas que alguna vez la recorren en pequeñas cascadas han dejado tras de sí una huella renegrida de líquenes que simulan pinceladas grises y verticales.
Uluru es la roca sagrada del grupo aborigen Anangu desde hace siglos, así se ha mantenido de generación en generación, a pesar de los años de exterminio por los colonizadores y de marginación por sus descendientes. En 1873 llegó el primer europeo, William Gosse, y le puso el nombre de Ayers Rock, en honor al entonces delegado del gobierno en Australia del Sur, Sir Henry Ayers. Ernest Giles fue el primer europeo en escalar la roca, acompañado de un camellero afgano, Khamran. En 1979 se creó el parque nacional y en 1985 se devolvió la propiedad de la tierra a sus dueños tradicionales. Como el resto de aborígenes, los hombres y mujeres Anangu no habían sido censados ni tuvieron derechos hasta 1967, cuando lo decidió en referéndum el resto de la población australiana. Ahora poseen oficialmente las tierras en las que vivieron durante siglos, con una condición: el gobierno federal tiene derecho a su usufructo durante 99 años. La Unesco ha declarado la zona Patrimonio de la Humanidad.
Hay dos formas de acercarse al Uluru: subiendo a su cima y dando la vuelta a su perímetro. La gente Anangu no prohibe la subida a la roca, aunque en la guía del parque hablan de su significado religioso y de que prefieren que no se ascienda, especialmente porque ha habido accidentes mortales. La subida depende además de las condiciones climatológicas: los responsables del parque la prohiben con viento o con lluvia, amenazando con una multa cuantiosa. Siempre queda el paseo por su base, con las mejores vistas de la imponente roca.
La ascensión se realiza por la vía que tradicionalmente usaba el pueblo Anangu en sus celebraciones, una fuerte pendiente que arranca cerca del aparcamiento de Mala y cuya visión desanima a muchas de las personas visitantes, a pesar de los tramos de cadenas instalados para ayudar a la gente inexperta. Desde la base son solo algo más de 340 m de desnivel. La roca es excelente y se adhiere de manera perfecta a las suelas, por lo que se puede prescindir de las cadenas y dejárselas a las decenas de japoneses que armados de su conocida voluntad y espíritu de sacrificio se arrastran por la pendiente apoyados en pies y manos.
Pasado el tramo de cadenas (15 minutos) se llega a un pequeño llano, que sirve para descanso de la gente fatigada y, tras superar una corta y fuerte pendiente también provista de cadena, se alcanza la parte superior de la montaña. No es llana, a pesar de lo que parezca desde abajo. Unas líneas blancas discontinuas señalan el sendero a seguir. Y se sube y se baja por minúsculas lomas, se rodean pozos circulares y secos, para llegar en otros quince minutos al geodésico que señala la cima.
Para ver el Uluru desde su base se pueden seguir varios senderos cortos de 1 a 2 km (Mala, Lungkata, Kuniya) o dar la vuelta a la roca, por un sendero ancho de algo más de 10 km, que incluye los recorridos pequeños. Es llano y se podría hacer en menos de dos horas, pero el Uluru requiere miradas largas para descubrir sus esquinas, sus precipicios, sus heridas.
Se puede comenzar en el parquing de Mala. Siguiendo la ruta señalada se pasa por varios lugares sagrados, en los que se reunían las mujeres o los hombres Anangu para sus ceremonias (Mala Puta, Warayuki, Tjukatpaju, Kuniya Piti). En estos puntos está prohibido salirse del camino y fotografiar la roca con la amenaza de dos multas, de acuerdo a la normativa de los parques nacionales australianos y a la ley Anangu.
En el camino se encuentran varios puestos provistos de un tejadillo que proporciona sombra y de un depósito de agua potable. Al llegar a la zona del sendero Kuniya Walk, se abandona el recorrido de la base para acercarse a la modesta cascada de Mutitjulu, con un mirador que incluye un banco rústico. La vuelta a la base del Uluru concluye en el aparcamiento de Mala.
Desde la parte superior del Uluru se puede ver un grupo de montañas redondas en el horizonte. Son las Kata Tjuta, “muchas cabezas” en la lengua pitjantjatjara, llamadas también Monte Olga o las Olgas, nombre que Ernest Gilles les dio en 1872, en honor a la rusa Olga Wuttenberg, que sería con el tiempo reina de Alemania.
Kata Tjuta queda a unos 50 km por carretera de Uluru. En el camino hay varios miradores para la observación de estos 36 domos plantados en medio de la llanura árida, rodeados de árboles y hierbas secas. Cuando se llega a ellos hay un par de senderos (Walpa George y Valley of the Winds) que se cuelan durante unos kilómetros entre las rocas. Esto es lo único permitido, acercarse para verlas. Son también montañas con un importante significado cultural y religioso para el pueblo Anangu.
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