viernes, 20 de agosto de 2010

Isabel Suppé: sobrevivemontañas - Eider Elizegi Telletxea

La Hija del Cóndor o “Touching The Void” en versión femenina

1.- LA AUSENCIA

El Campo Base del Condoriri descansa en un lugar idílico a orillas de Chiar Khota, que les sirve de espejo a la grandeza del Condoriri y de otros picos para que idolatren su propia magnificencia.


Cuando Jordi y yo llegamos al bosque de tiendas de campaña después de caminar tres horas desde Tuni, Mario, el encargado del cuidado del campo, nos dijo que faltaban dos personas. Que habían partido hacia la Montaña el día anterior y que no habían regresado. Una chica y un chico. Que sus tiendas esperaban vacías.

Pensamos en salir a buscarlos, pero Mario no sabía a dónde habían ido a escalar. Era tarde y el panorama que nos envolvía era amplio y esférico: un abrazo de picos, colmillos y agujas. ¿Dónde buscarlos? Además, si habían pasado una noche a la intemperie debían de estar muertos: si no por causa del propio accidente, seguro que por el frío de la noche. ¿Qué les habría sucedido? ¿Se habrían perdido? ¿Habrían caído a una grieta? ¿Habrían resbalado de una pala?

Cada vez que nos despertábamos por la noche pensábamos en esas dos personas, en esos dos cuerpos que se debían de estar congelando mientras nuestra tienda de campaña se empapelaba de hielo por dentro. “Ya basta. Ya es suficiente. Llevamos ya demasiados accidentes, heridos y amigos muertos que ya están muertos para tan pocas Montañas, para tan poco tiempo” lamentábamos.

2.- LA PRESENCIA

Cuando te dicen que hay una persona herida pero viva en la Montaña, ese delicado hilo de vida que respira hielo allá en las alturas se convierte en tu propia vida.

Por la mañana, mientras nos preparábamos con calma para pasear hasta el pico Austria, un hombre nervioso y angustiado vino a pedir ayuda: un grupo de rescate había subido hacia el Ala Izquierda del Condoriri y había encontrado a las dos personas. El hombre estaba muerto. La chica, aunque con una pierna rota, aún estaba viva. Había sobrevivido a un accidente y a la helada de todas las horas, todos los minutos, todos los eternos segundos de dos noches consecutivas.

Cuando te dicen que hay una persona viva en la Montaña, esa persona se convierte en tú, el hilo de vida que late en ella se convierte en tu propia vida y la tuya deja de existir. Y sólo corres Montaña arriba tan rápidamente como puedes. Y tu ritmo nunca resulta lo suficientemente rápido. Y cada jadeo que exhalas es una burbuja de cariño que asciende hasta donde está ella para arropar y dar fuerza a ese hilo de vida que ahora es tu propia vida.

Cuando te dicen que después de sobrevivir a una caída y a dos gélidas noches una persona respira viva en la Montaña, esa persona eres tú y tú corres a rescatarte a ti mismo.

Cuando por fin llegamos al punto de la ruta donde los guías habían descendido la camilla, en lo alto del corredor, en lugar de un hilo de vida encontramos un torrente de fortaleza, serenidad y lucidez en femenino. Isabel, atada en su interior, asistía y ayudaba explicando cómo se debía bajar la camilla. Asegurándola a los parabolts, jordi, los guías y otros montañeros bajaron a Isabel hasta la morrena.



Una vez en el filo de la morrena, cambiaron a Isabel de camilla y, entre varios chicos y con un esfuerzo agotador, la descendieron hasta la laguna. Hasta el campo base. Hasta el lugar donde las Montañas no son más que un reflejo inofensivo sobre unas aguas mansas y azules.




Un médico que casualmente se encontraba acampado en el campo base entablilló la pierna de Isabel con dos bastones y la ayuda de varias personas. Unas cholas trajeron un caballo y, con la ayuda de varios hombres, Isabel montó sobre sus lomos. Fuerte, entera y robusta, afrontando la situación con una normalidad sorprendente, se alejó como una amazona sobre el caballo guiado por las cholas.



3.- LA PRESENCIA DE LA AUSENCIA: EL ENTREACTO

Isabel y Peter se despertaron en el campo base a las 12:30 de la madrugada. La noche resplandecía barnizada de cristales de hielo. Subieron hasta el glaciar cargados con las mochilas llenas de material. A las 7 miraban hacia el cielo para contemplar desde la base del Ala Izquierda del Condoriri la verticalidad de la pared por la que se disponían a ascender.



Escalaban ya el penúltimo largo. Isabel, preocupada por las condiciones del hielo, reforzó la reunión con un tercer anclaje. A fin de garantizar la solidez de la reunión, se situó unos pasos más abajo para no cargar tanto peso sobre ella. Cuando Peter llegó hasta donde ella estaba y se autoaseguró, Isabel le pidió que no se moviera. Pero él no estaba cómodo y siguió avanzando. Entonces resbaló y comenzó a caer por la pared. Isabel oyó cómo la reunión crujía al ser arrancada de la nieve: “estoy muerta” pensó con una enorme lucidez. Efectivamente, la caída de Peter descuajó la reunión y arrastró a Isabel con ella. Imantados por la fuerza de la gravedad, ambos volaron 400 metros de hielo y roca.


Foto: Ian Grant

Inexplicablemente, Isabel sintió que iba frenando. Y que al final se detenía. Y que no estaba muerta. Que estaba viva, al igual que Peter.

Durante la caída la cuerda se le habían enredado alrededor del cuerpo y le presionaba las costillas. Se liberó de ella. Cuando fue a levantarse se dio cuenta de que la pierna derecha no la sujetaba: se había partido el tobillo. Su bota derecha empezó a mancharse de sangre. Peter también tenía las piernas partidas. Isabel recogió las cuerdas para que Peter se sentara encima y se aislara así del frío del glaciar.

Durante la caída parte de su mochila se había abierto y cuando la examinó vio que su plumífero había desaparecido. Entonces se asustó de verdad. Pero miró a su alrededor y lo vio no demasiado lejos de ella. Se arrastró hasta él y se abrigó. Después se deslizó hasta una zona pedregosa y pasó la noche en el amparo del frío caliente de la roca en lugar de en el frío frío del hielo.

Al día siguiente Isabel valoró la situación. Decidió que tenía que tratar de atravesar el glaciar a lo largo de toda la base de la pared y tratar de llegar hasta el collado, desde donde podría hacer señales de luz para que fueran vistas desde el campo base y así alguien acudiera en su ayuda. Pero su pierna le impedía caminar. Y para más colmo, el terreno estaba aguijoneado por mil penitentes que le dificultaban el avance.

Como no podía levantar la pierna, enganchaba el bastón al crampón de su pie lastimado, lo elevaba y así ella avanzaba arrastrándose. Después, con la mano, atraía la mochila hacía sí: la necesitaba para aislarse del hielo del glaciar durante la noche. La pierna dolía de forma punzante cuando la obligaba a determinados movimientos, pero el resto del tiempo el dolor era una sensación difuminada y plana. En vez de la huella habitual, a su paso una línea de sangre iba indicando el camino recorrido.

Isabel sabía que era vital que se hidratara para no sufrir congelaciones. Mientras se arrastraba por el hielo, se acercaba a los charcos que se habían derretido en el seno del glaciar con el calor del sol y recogía en una botella vacía un poco de agua helada. Para no enfriarse aún más, se metía pequeños sorbos en la boca, esperaba a que se calentaran entre sus mejillas y finalmente se los tragaba. Comía algo del charqui que llevaba para la escalada: no tenía hambre, pero la sal de la carne le ayudaría a retener la poca agua que podía beber.

El collado al que necesitaba encaramarse se elevaba pedregoso y entre rocas por encima del glaciar. Isabel sabía que una vez allí no podía fallar. Cuando empezara a trepar hacia él, si resbalaba, podría caer otro buen trecho y se iba a destrozar la pierna aún más. Y si encima tenía un poco de mala suerte, se podría caer a una grieta del glaciar. Pero según pasaban las horas, Isabel comprendió que ese día no iba a poder llegar hasta el collado. Así que se dispuso a pasar una nueva noche glacial.

Se sentó encima de la mochila. El macuto no le ofrecía espacio suficiente para tumbarse. Isabel era consciente que si se dormía tal vez no se despertaría nunca más, así que permaneció sentada y con la cabeza apoyada sobre el bastón: de esa manera, cuando se dormía se despertaba al caérsele la cabeza. Se frotaba los brazos y las piernas para no congelarse. A cierta distancia, Peter dejó de hablar. Y finalmente el frío de la noche se lo llevó. Y ella no pudo hacer por él más de lo que ya estaba haciendo.

A ratos a Isabel le parecía que a lo lejos, en la silueta de la Montaña, brillaba una frontal, y entonces una oleada de alegría y de alivio la inundaba y comenzaba a gritar pidiendo ayuda. Hasta que se daba cuenta de que le estaba gritando a una estrella que justo salía de detrás de la sombra de la silueta de la Montaña. Y así se zambullía en la inmensidad del próximo eterno instante.

Al amanecer de la tercera mañana vio acercarse a la brigada de rescate. Agitó mucho los brazos para que no la creyeran muerta. Ni siquiera llevaban agua caliente: el rescate iba a recolectar dos cuerpos sin vida. Pero ahí estaba la fuerza latente de Isabel. Con la suavidad de las plumas de nieve de su ala izquierda, el Cóndor empolló durante dos días y dos noches a Isabel con una frigidez solícita de carroñera clueca. Pero Isabel luchó por el calor, luchó por la vida y no cedió a la tentación del viaje hacia ese inti divino al cual vuela alto el Cóndor. Isabel no aceptó ser una ofrenda a los apus, Isabel se quedó en la tierra, por fría que ésta estuviera, con una contundencia que no dudó ni un solo minuto. Isabel no voló al sol.



4.-EL CALOR

La Paz. Jordi y yo nos metemos en un colectivo. El cobrador repite la ruta como si fuera un rosario automatizado e inconsciente. Nos detenemos en la avenida 6 de Agosto a la altura de la plaza Avaroa. En el Alexander Coffee compramos dos porciones de la cheesecake con la que Isabel soñaba durante el rescate.

La habitación del hospital es blanca y tranquila. Con la pata envuelta en una férula y andamiada por dentro con dos placas y trece tornillos que le incrustaron en sus huesos a lo largo de dos operaciones para reparar su fractura expuesta de tibia y sus ligamentos rotos, Isabel sonríe con una mirada limpia y clara, y con muchas ganas de irse al gimnasio. En cuanto la desaten del gotero se irá a nadar y a entrenar de la forma en que su férula le permita. Y tan pronto como le sea posible está decidida a volver a escalar. Y a entrenar religiosamente para escalar más fuerte aún que antes.



Fotos: Ian Grant

Su sonrisa, su determinación y su fuerza son el alimento de la alegría de todos nosotros... ¡gracias, Isabel!


eider elizegi telletxea
http://vagamontanyas.blogspot.com/

3 comentarios:

Sergio Echevevrria dijo...

Eider, extraordinario relato. No sabía nada de lo sucedido a Isabel, increíble odisea de supervivencia! ojalá que pueda juntarme la proxima semana con ella para invitarla un café. Lo mejor para ti y Jordi!

eider elizegi dijo...

:-) Si, Sergio... es una historia absolutamente increíble. Gracias por tu disposición para ayudarla con el petate! Lo mismo para ti: que seas feliiiiz! :-)

Anónimo dijo...

hola... emocionante historia ... y mas cuando conoces lo bella persona que es isabel ..