domingo, 20 de junio de 2010

Naroa espera en la montaña - Sonia Prieto





El tiempo, de repente, se paró. El tictac del reloj dejó de sonar aquella noche de junio.

Todo cuanto iluminaba su vida se tornó nube amenazadora, inmensa, tremenda, sin dejar ver la luz que antes incluso cegaba; tanto, que no dejaba ver la realidad que esa noche se mostró a traición, cruel y sin avisar.

Sencillamente, él decidió escapar. Sencillamente, eran formas distintas de entender el amor.

                   Eso dijo.

Y aquella noche todo terminó. Se fue.
La abandonó.
Y esfumó a Naroa, hija inconclusa.
Y se llevó la luz.

Y así, como cuando estalla una tormenta, ella quedó sumida en la oscuridad, en la soledad, en la desesperación. Sólo que nunca dejaba de llover. Y únicamente sentía alrededor los truenos y relámpagos de una inmensa y profunda tristeza.

Las calles de la ciudad se volvieron estrechas, húmedas y tristes. La gente ya no sonreía ni saludaba al pasar. Los edificios se cernían como monstruos de sueños infantiles. Y ella se ahogaba entre hormigón, humos y malos humos. Nada tenía ya sentido.

Aquella noche, otra más de lágrimas, nostalgia y soledad, apuraba sus horas frente al ordenador, buscando algo en que ahogar las horas de los días que aún quedaban por vivir. El grupo de senderismo se anunciaba como tantos otros, con fotos de sus excursiones, con el tono desenfadado de sus comentarios. Nunca sabrá por qué, nunca pensó que lo haría, pero sus manos escribieron aquel mensaje, y alguien al otro lado contestó.

Y allí estaba ella esa mañana de domingo, montando en el coche de uno de ellos, con muchos más senderistas, desconocidos con sonrisa impenitente, pensando si era buena idea, si no sería una cuadrilla de psicópatas que en lugar de polainas llevarían la motosierra en la mochila. Aunque bien pensado, no era lo peor que podía ocurrirle, porque ya estaba muriendo cada día, sumida en su propia oscuridad.

Cuando por fin llegaron al punto de partida, le temblaron las piernas. Frente a ella, a lo lejos, gigantesca, se alzaba la montaña que aquel grupo de gente se había propuesto como objetivo de aquel día. ¿Sería capaz de llegar al final? Todo aquello le provocaba una enorme inseguridad. Era como si empezara a caminar otra vez, sólo que en un planeta que no era el suyo. O al menos eso era lo que pensó en aquel momento.

Iniciaron el camino entre caseríos y huertas, asistiendo al comienzo del día y a la mirada cansada de los baserritarras, herramientas en ristre preparados para la jornada. Eran los únicos que se movían por allí a aquellas horas de la mañana. El resto de los mortales estarían enredados con sus sábanas. “Es donde tenía que estar yo”, pensaba ella, no muy convencida todavía de la decisión que había tomado. Sus compañeros de ruta hablaban sin parar, como si los pasos cada vez más rápidos no hicieran mella en su resuello. Y encima el cielo estaba totalmente cubierto por unos nubarrones casi tan grises como su corazón. “Es lo que me faltaba, que lloviera”.

La verdad es que no terminaba de encontrar su lugar. Sin embargo, algo inexplicable la movía a seguir caminando. No sabía si era la humedad del rocío que impregnaba su cara, si era el lienzo que pintaba la presencia de los ganaderos y agricultores que les observaban con simpatía mientras ascendían por la carretera, si era tal vez su propia necesidad de huir de sí misma y empezar de nuevo. Tal vez se debiera a que, sin quererlo, el camino empezó a entablar conversación con ella. Tímidamente primero. Era una corriente que entraba por sus pies, que la estremecía al sentir la hierba, las flores, las ramas de los árboles que la recibían, en aquella primera parte del camino que se dirigía hacia la cima, dejando atrás la carretera vecinal. Las hojas caídas, el barro, las vallas que cercaban los prados, las indicaciones del camino, tan desconocidas entonces para ella. Todos, sin excepción, le hablaron también después, ya sin pudor, descaradamente. Y ella, articulando las primeras palabras con los montañeros, buscaba su ratito de silencio para encontrarse a sí misma en aquel grato descubrimiento.

Poco a poco se adentraron en un bosque, cada vez más cerrado, y el frescor de la mañana comenzó a ceder el paso a los primeros rayos de sol que se filtraban entre las hojas, haciendo brillar el musgo que abrazaba los árboles y envolvía las rocas del camino. Tantos recuerdos llegaban a su mente, sin poder recordar ninguno con nitidez. De nuevo aquel nudo en la garganta. Pero la soledad se había quedado en los pasos que dejaba atrás, algo estaba ocurriendo. El sonido de la montaña, esperándola, recibiéndola, era más fuerte que todo lo demás.

Ya no se veían casas, ni postes de electricidad. Nada. Sólo el camino. Las pendientes comenzaron a hacerse más empinadas, aunque todavía se podía caminar sin excesiva dificultad, ya que la senda estaba bien marcada, entre las huellas de furgonetas y la marca imborrable de otros tantos como ellos, que en algún otro momento habrían pasado también por allí. “Tendré que pensar en comprar un equipo en condiciones”, pensó. Un buen bastón no vendría mal para afrontar la subida con más garantías. El aliento le faltaba, y su corazón parecía que iba a salir corriendo hacia la cima. Tuvo miedo de no llegar, aunque no estaba segura si ese temor se debía a una cuestión de orgullo, o a la vergüenza que sentiría si fallaba ante aquella gente. Fallar. No, otra vez no. No más fracasos. Observó a quienes le acompañaban, ya no hablaban tanto, aunque cuando lo hacían, sus comentarios eran divertidos y animados, lo importante era llegar, pero no cuándo. No había prisa. Sólo llegar arriba. Sólo alcanzar la meta de esa mañana de domingo. Cuando fuera.

El camino aparecía y desaparecía entre árboles y rocas de formas imposibles. Sus pies estaban adaptándose al terreno, era como si la tierra penetrara a través del gore-tex de sus botas, tan viejas ya, de manera que se aferraban con fuerza a los recovecos y esquinas del camino, sintiendo el crujir de cada hoja, de cada rama. Poco a poco, pese al cansancio, iba siendo capaz de ajustar sus pasos a los caprichos del sendero, encajándolos en los espacios que generosamente dejaban las rocas.

Cuando las fuerzas empezaron a fallar, la pendiente se hizo más suave. Más tarde aprendería que la naturaleza es sabia, que aprieta pero no ahoga, pues conoce las capacidades del hombre y sabe cuándo las pendientes deben dejar paso a sendas más llanas. Así llegaron a un collado desde donde se divisaba la cima, que se alzaba majestuosa, serena. Era el momento de realizar una paradita para descansar y coger fuerzas, apoyados junto a aquella borda desvencijada y entrañable al mismo tiempo. En aquel entorno lejano a cualquier viso de civilización, resultaba agradable saber que alguien, en algún momento, tuvo el atrevimiento de instalar allí un punto de encuentro. Y mira tú por dónde, que es ahí donde más naturales suelen ser los encuentros (nunca mejor dicho), mucho más que entre la penumbra de la mezcla de cigarro y alcohol que invade la ciudad en sus bares más “in”… Los montañeros iban llegando poco a poco, y tomaban posiciones en las proximidades de la borda; algunos lanzaban algún comentario, otros más se quejaban con humor entre hipidos del aliento que no alcanzaba. Y entre el café caliente, la fruta y las chocolatinas, se sorprendió a sí misma entre sonrisas que de nuevo volvían a rodearla, como tiempo atrás. Sólo que ahora, no sabía por qué, pero presentía que eran auténticas, que eran de verdad.

A su alrededor no había límites a nada. El horizonte era lo único que marcaba territorio. Las montañas y los valles se mostraban en un abanico de múltiples tonalidades, desnudándose sin pudor ante el visitante, hasta donde alcanzaba la vista. Verde oscuro, verde claro, verde intenso. Verde. Querría llevárselo consigo, impregnar su retina con la imagen y que no le abandonara. Pero no podía. No quería. Esa sensación…, necesitaba repetir ese instante, ese momento en que el susurro del viento era lo único que competía con el silencio por abortar su soledad. Tan sólo repetirlo, una y otra vez.

Seguía disfrutando de aquel paisaje mágico cuando los compañeros decidieron retomar la marcha, y afrontar ya el último tramo de la ascensión. Era el silencio quien controló la situación a partir de ese momento. Ella sentía la mirada intensa de la montaña, midiendo sus pasos, cada vez más débiles y torpes. El camino tenía demasiada pendiente, muy estrecho entre rocas saeteadas con espinos. Sus compañeros subían a una marcha constante, y ella poco a poco fue quedando atrás, le resultaba imposible mantener el ritmo. A los pasos débiles y lentos siguieron las manos que se agarraban a las rocas para avanzar los últimos metros. Intentó bromear con alguno de los senderistas, intentando quitar hierro al asunto, a la tremenda vergüenza que sentía por quedarse atrás. Aunque ya no era vergüenza por fallar, era ya una cuestión de orgullo y amor propio. Quería hacer el camino. Quería llegar.

A pocos metros de la cima el camino desapareció totalmente y se convirtió en roca, desnuda y sin tapujos. La naturaleza la seguía sorprendiendo, pues las aristas y los surcos en la piedra se encontraban justo allí donde los necesitaba para impulsarse y seguir subiendo. En aquellos momentos no sintió el viento, ni pudo contemplar extasiada el verde multicolor, ni el horizonte. Únicamente sentía cada músculo de su cuerpo tensarse en cada impulso, su mente tan sólo concentrada en los movimientos a realizar. Era capaz de sentir su cuerpo contra la piedra, próximo al suelo, rozando los arbustos que asomaban entre las rocas. Nunca antes se había sentido tan viva.

De pronto las rocas se fueron desvaneciendo, y apareció un pico estrecho, salpicado por montañeros que habían llegado antes que ella. Sintió una enorme satisfacción. Después de todo, no había sido tan difícil. Porque había llegado, como todos los demás. Más tarde, pero lo había conseguido. Era su primera cima. Su primer buzón. Sí, sí, mira tú por dónde, sirven para muchas otras cosas que para lanzar cartas al aire. Y además este tiene forma de cohete. Pero no, no quiero que me lleve a la Luna, pensó. Sólo quiero seguir aquí, quiero saber más de la montaña.

Y entendió que hablar con la montaña en aquellas ascensiones era como la vida. Y que no tenía sentido encerrarse en la soledad, porque había muchas cimas que subir, ya fuera por caminos de roca flanqueados por hayas y pinos, ya entre edificios de hormigón fríos e indiferentes. Porque cada día es una nueva ascensión, con hermosas vistas al alcanzar la cima.

A aquella montaña siguieron otras, en otros lugares, con mucha más gente. En todas ellas descubrió algo nuevo de sí misma. En todas conoció algo hermoso de la vida. Y de la suma de todas aquellas ascensiones recuperó la confianza en la amistad.

Y entonces te descubrió a ti, y la luz volvió como nunca antes la había sentido. Salía despedida de las rocas bañadas en musgo, de los ojos esculpidos por el viento en las paredes de piedra; salía de los buzones, de los árboles de formas imposibles. Encontró que en los caminos se esconde la historia disfrazada de fósil, y minerales hermosos de colores increíbles, como salidos de un viaje espacial, y caminos de agua interminables que cantan para ti mientras apuras la cuesta que no acaba, y miles de tipos de hojas, y setas y árboles, y frutas silvestres que alivian la sed en el momento más difícil. Y tantas y tantas cosas. Y todo, todo, lo descubrió de nuevo contigo.

Ojalá Naroa descubra también todo esto.
               Entre montañas.
                          Contigo. Con nosotros.


Dedicado a quien llena mi vida. Porque sin él no hubiera descubierto que la luz nace de las montañas.


Sonia Prieto

(Recibido en Mujeres de Pyrenaica / Pyrenaicako emakumeak: 19/06/2010) 

1 comentario:

t.garciaoviedo dijo...

Relato que anima, ilumina e impulsa conocer la montaña y vivir nuevas experiencias.

¡Bellisimo Sonia!

Teresa