sábado, 21 de noviembre de 2020

Arelaetxe, un trabajo en equipo. Macizo de Ganekogorta - Mati Sanz Rebato



Todo esto empezó con un correo de Asier que incluía la foto de un llamativo pitón rocoso y una pregunta trampa ¿Cómo subimos esto? Ni Asier ni yo somos escaladores. Únicamente lo hacemos de forma ocasional cuando no se puede alcanzar una cima más que usando esa técnica. Pero los dos somos muy cabezotas. Además, él es un ansioso lleno de ganas de comerse todas las cotas del universo y yo alguien que se deja engañar fácilmente. Así que el anzuelo ya estaba echado y… mordido. 



Creo que fue el mismísimo día siguiente cuando me fui a inspeccionar el terreno. El acercamiento que había efectuado Asier para llegar a la base del dichoso pitón era largo, largo; muy en su línea. Así, pues, la tarea que yo tenía por delante era tratar de encontrar un camino más corto hasta la base de aquel objeto de deseo. Y, ¿por qué? Si tanto a Asier como a mí no nos importa lo más mínimo patear lo que haga falta cuando el objetivo final es una cima, ¿por qué esa cosa de llegar por el camino más corto? Ya he mencionado que Asier es un ansioso y cuando quiere hacer una cosa la quiere ya. Su idea inicial fue la de acercarnos a la roca con una escalera de su propiedad, de… ¡8 kilos de peso! para ver si, con tan elemental artilugio, podíamos hacer cima. “Por el peso no te preocupes, que ya lo llevo yo”, me dijo. Y el caso es que yo acepté la propuesta sin dudarlo. Si había que ir se iba y luego ya decidiríamos sobre el terreno. 

 

 

 


Así que, una vez adjudicados de manera tácita los cometidos, al poco de haber iniciado mi andadura tuve la gran suerte de toparme sobre el terreno con un escondido puente que iba a aliviar de manera notable mi tarea. Los árboles y los puentes siempre han tenido un gran atractivo para mí. Y fue el destino quien quiso poner uno al alcance de mi mermada vista (el querido Dioni me llama topillo) para incitarme a cruzarlo. Con el Rubio moñiqueando a la altura de mis tobillos y yo llamándole llorica, ya había encontrado la solución al problema del acercamiento y resuelto la segunda parte del dilema. Ahora quedaba arreglar la manera de hacer cima sin utilizar algo tan rudimentario (y peligroso) como una escalera.

   


 
Me puse en contacto con Ángel, utilizando la misma artimaña que había usado Asier conmigo: un par de fotos guapas por guasap y… ¡ya estaba montada la timba! “Ten cuidado con la gente que te juntas”, se mofó de mí aludiendo al anzuelo que había yo mordido. De risa. Cuando si hubiese sido por él, y si no fuera porque ya tenía una cita anterior, no habría hecho falta ni siquiera cambiar la hora que ya teníamos establecida. 

Llegado el día pactado, Asier se encargó de recogerme a mí y juntos fuimos a buscar a Ángel. Un día cojonudo. En pleno noviembre, un cielo azul y una temperatura de lujo. Yo no podía estar más entusiasmada. El resto ya es historia. Ángel, que es quien controla, nos abrió camino a la minúscula cumbre. Tocamos cima los tres; incluso apoyé mis posaderas en lo más alto (no hay sitio más que para uno, y en equilibrio). La foto la tuvimos que hacer una vez de nuevo en la base. Porque foto hubo y también unas cervezas. No íbamos a poder celebrarlo en una taberna, pero Asier no tuvo ninguna pega en cambiar el peso de la escalera, que no llevó, por el de unas latas de cerveza fresca.
 



Y después de este estupendo trabajo en equipo, en el que cada uno puso un poco de lo que mejor sabe hacer y toda la ilusión del mundo, pero que si sumamos toda la preparación previa nos llevó tres días, vienen los listillos y sobrados a tocarte las narices, guasapeándote frases como “eso se hace en un par de horas”. Claro, ¡ahora que ya te hemos dado el trabajo hecho, majete! Os quiero a todos; pero muy a pesar mío.

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