sábado, 15 de abril de 2017

Que Santa Luzia nos conserve la vista - Hamlet


Un extraño agujero.







Hacía tiempo que no coincidíamos. Demasiado para mi gusto. Prácticamente todas las actividades comprometidas que realizo en montaña son bajo su experimentada tutela. Es más joven que yo y también más sabio. A veces saca a paseo la mala leche, pero la paciencia siempre la lleva puesta. Y es que cuando Ander y yo andamos cerca, la necesita.

Utilizamos el guasap para darnos mutua envidia. ¡Mira el agujero que he descubierto!.. ¡Mira qué cascada!.. ¡Apunta otra en la lista de “pendientes”!..

Esta vez el objetivo era multidisciplinar. Monte centenario, cueva y escalada. Así que, además del bocata, toca meter material necesario en la mochila y llevarlo a cuestas. Vamos quemando etapas: primero bajamos a las profundidades de la cueva; la colonia de murciélagos que esperábamos ver queda reducida a unos pocos ejemplares dispersos, cada uno a su bola. Solo les faltaba el móvil para parecerse un poco más a los humanos.


Cuevas de Obi
















Seguimos progresando adecuadamente, en altitud y objetivos. Llegamos a las Peñas de Obi, con sus vistas formidables sobre el núcleo de Maeztu y su característico buzón sonoro. Alcanzamos el centenario Arburu y después de discutir un poco (Ander y yo casi nunca opinamos lo mismo), nos sentamos a quitar peso de la mochila para añadirlo al estómago. Llegamos a Peñalascinco donde otro artilugio sonoro nos recibe y alguien que yo me sé quiere echarse una siestita. Pero aunque los días ya empiezan a tener muchas horas de luz, todavía nos queda un objetivo. Todo el día cargando con arneses y cuerda y no vamos a irnos sin subir, y ni tan siquiera localizar, la dichosa Peña del Águila.

En el centenario Arburu.

Peñalascinco.





El regreso lo hacemos por el portillo Guesal, rodeados de robles de inmensas proporciones, para enseñarle a Ander el que un día ya lejano,  hace ya seis años, subiera mi hijo Iñaki con suma facilidad y bajara de un enorme salto, después de pensárselo mucho. Y ya estamos casi de nuevo en  Leortza cuando releyendo una vez más las explicaciones que Javi Urrutia da en la Biblia de las Montañas, concluimos que nos vamos a quedar con dos de tres. Es lo que tiene esto del monte.

En abril del 2011. El roble no ha cambiado; nosotros, sí.

Pero…  y siempre hay un pero en todas las vivencias. Al llegar a Leortza esta mañana, nos ha llamado la atención un trío de agujas y, sobre todo, el que una de ellas luce lo que en su día debió de ser una bandera, hoy reducido a unos jirones de tela. Así que, un objetivo fallido pasa a ser un objetivo sorpresa. Este proyecto de hombre que siempre se muestra reticente, y que normalmente va de segundo de cordada, había dado ya por concluida la jornada, pero a pesar de haber decidido quedarse en el coche, no quiere perderse ninguna aventura. Así que, allí vamos. Objetivo: unos jirones de tela.

La aguja con la bandera desde el interior de la ventana.







En la corta aproximación nos llevamos la primera sorpresa. ¡Eh! ¡Mira qué ventana más guapa hay en aquella pared! ¿Cómo demonios se podrá llegar a ella! El terreno para llegar a la aguja con la bandera está bastante sucio pero tampoco impracticable. Chunga la subida y encima no es la aguja más alta. Así que apuntamos hacia la otra, algunos metros más cerca del cielo. El espacio en su punto más alto es tan reducido que no cabemos los tres a la vez. Pero estamos contentos, muy contentos. Ahora toca descender y, mira por dónde, queremos bajar, como no podía ser de otra forma, subiendo. Apuntando a la cima de la montaña: Santa Luzia. Y al alcanzar una pequeña horcada vemos hacia el otro lado una profunda depresión. ¡Mierda!, mascullo. Yo siempre queriendo subir y tú siempre bajando, tío. Y ya tenemos la sorpresa servida. Una boca de grandes dimensiones, cuyas fauces están divididas por un árbol, esconde en su interior un túnel hecho a golpe de barreno, que va a parar a la ventana situada en la pared que ya habíamos visto antes. Y, suerte la nuestra, la cuerda y los arneses siguen en nuestras mochilas porque… ¡sí!, hay un buen anclaje al que asegurarse para descender en rapel hasta el mismísimo infierno.

La ventana.

Rapelando


Y no te quieras colgar medallas, Ander querido. Porque aunque tú no te hubieses finalmente decidido a acompañarnos y te hubieses quedando vageando dentro del coche a esperarnos, también habríamos hecho lo que hicimos.

Lo que os decía: este y yo nunca opinamos lo mismo.


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