viernes, 17 de marzo de 2017

Luis, ¿y tú? La isla del Castro. Hamlet.


La isla del Castro frente a la playa de Covachos.









Y luego dirá Txomin que me invento las cosas. Pues a ver si te crees esta última, tesorero. Porque como ya le comenté al involuntario protagonista de esta historia, “esto cuando lo cuente, me van a decir que a todos los tontos se les aparece la virgen. Y que tengo una suerte que no la merezco”.

Miradita al cuadro de mareas el día anterior. La bajamar a las 12 y veinte del mediodía. Estupendo. Buena hora. Encontré el lugar con ayuda de Google, después de haber parado a comprar algo con que entretener al hambre en una panadería a pie de carretera. La Gallofa, donde lo mejor que te puede pasar es no tener a nadie delante para que no te dé tiempo a mirar y comprar toda la tienda (hasta la caja registradora, como le decía yo a Iñaki cuando era un chiquitajo).

Así que llegué a la playita con un día imponente y en unas circunstancias idílicas. Nadie por ningún sitio. Lo primero fue intentar el camino de bajada normal, pero las escaleras construidas sobre la roca acababan a unos metros de la arena. No obstante, vadeando un poco, bajé con soltura de experta montañera. La cosa desde abajo no pintaba bien. De la lengua de arena que la marea baja usa para convertir la isla en istmo, me separaba una buena mojadura o un rodeo por roca mojada, repleta de verdín, y de trampas resbaladizas.

Subí a la línea de costa y recorrí un tramo para ver si había alguna forma de llegar desde lo alto del acantilado a la arena de la parte de levante. Lo poco que vi me resultó francamente suicida. Así que, de vuelta a las escaleras de acceso y después de mirar con envidia y admiración aquel islote desafiante, decidí batirme en retirada.
 
Isla, tómbolo, istmo.



Y en ello estaba cuando vi llegar a un paisano vestido con un chándal de los de toda la vida y calzado con unas zapatillas que distaban mucho de las que yo había elegido para acometer la empresa de ese día. Últimamente pregunto mucho; se me han ido las vergüenzas. Así que le pillé por banda y le pregunté a ver si era de la zona. Que no, me dijo, pero cuando le expliqué el motivo de mi visita se ofreció sin condiciones a hacer de guía. Yo no daba crédito a mi suerte y le pregunté a mi ángel de la guarda cómo se llamaba. Luis, y tú? Yo, Matilde. Y sin más presentaciones comenzamos un recorrido aderezado con resbalones y dudas por mi parte y con equilibrio y precisión por la suya. El Rubio nos seguía malamente, con más miedo que otra cosa. Si hubiese estado solo conmigo, a buen seguro se habría dado la vuelta. Que me conoce y le conozco y los dos sabemos a qué atenernos el uno con el otro.

Luis y el rubio que sabe muy bien a quien seguir.




Así que, con Luis por delante que nos esperaba con paciencia, conseguimos pisar ese trocito de arena que constituía ya todo un logro por sí solo. Pero, esto sí que fue increíble, Luis tampoco me dijo “pero tú de qué vas?” cuando le comenté que mi objetivo último era subir a lo más alto de la isla y se mostró dispuesto a acompañarme. 
 
En la isla, feliz por haberlo conseguido.





Gracias a ello tuve ocasión de demostrarle mi pericia en suelo firme y mi seguridad en terreno seco, en un claro intento de mejorar la lastimosa imagen dada en el tramo recorrido con anterioridad y que, ¡ay, Dios mío!, tendríamos que volver a superar más tarde.
Me contó un sinfín de historias de gente que había hecho noche en la isla, unos por voluntad propia y otros obligados. Que hay mucho bravucón que se piensa que puede ser más listo y rápido que la naturaleza y que se ha quedado aislado con la subida de marea. Me explicó que una vez una señora se vio en el trance de tener que subir por la ladera y que se quedó allí enriscada con más miedo que el Rubio a la entrada de una cueva.
 
La Costa Quebrada y la playa de Arnía desde la Isla.





Y otras muchas más historias de los parajes naturales que un día existieron, no hace demasiado tiempo, y que los elementos naturales se han encargado de destruir. Un arco, en esa misma zona; la Aguja de las Gaviotas, muy cerca (y que las chicas de Neskatzaileak, que tantas buenas noticias nos dejan en este blog, un día conquistaran).
 
Teníamos que volver porque, a pesar de ser tan afortunados, tampoco con nosotros iba a tener un trato de favor la marea. Y volvimos por el resbaladizo y salino suelo, yo con algo más de seguridad y él con toda la destreza del mundo. Al despedirnos, le pedí un abrazo que le dejó totalmente desconcertado, pero qué menos, amigo.
La isla con la marea alta.





Desde aquí, un besote, Luis; moxu pottolo bat, seas de donde seas.

Lo que queda de la Aguja de las Gaviotas.





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