Pues, sí. Yo también he estado allí arriba. El 21 de septiembre del pasado 2015 hice cumbre con mis dos compañeros de cordada en el celebérrimo Picu Urriellu. El experimentado Miguel iba de primero del curioso grupo formado por su hijo de 10 años y una tardía aficionada a la escalada, de 60.
No íbamos al buen tuntún. Antes nos había instruido en artes varias relacionadas con la actividad: barrancos en Gorobel, paredes en Baltzola, alguna ferrata, afamadas aristas como la W de Txindoki o la E de Lekanda, … lecciones de cómo hacer nudos, de recuperar material, de cómo rapelar de forma más o menos digna, en definitiva, que íbamos suficientemente aprendidos.
Barranco de Atatxa
Barranco Iturrigorri
Ferrata de Ungino
Txindoki, cara W
Así que llegado el momento yo fui como quien va a darse un paseo un tanto comprometido pero más o menos confiada. Mi mayor miedo no eran precisamente las paredes del imponente Urriellu, sino el sobrevivir a dos noches a pasar en una furgo y el peso que debería llevar a la espalda durante el acercamiento y la ascensión propiamente dicha. Porque una tiene ya una edad un tanto complicada para iniciarse en esto de la vida nómada. Tampoco es que esté aburguesada pero, vamos, que me veo más durmiendo en cama que en suelo.
Iban a ser dos días de dormir “en chapa” y ya la primera noche me dejó más que entrever que iba mal equipada. Los dos varones pasaron la noche a la intemperie, vivaqueando, bajo un saco comprado para una pasada expedición al Aconcagua, con los brazos por fuera al desnudo, pero bien calentitos, para que las dos chicas pudiésemos dormir cómodamente en la furgo. Yo muerta de frío con un saco inapropiado para la ocasión, que dentro de los refugios molesta y que fuera de ellos sirve para poco más que de bufanda. A la iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña pongo por testigo.
Santa María de Lebeña y Cueto Agero
En cuanto a lo del peso, es mi costumbre ir con lo justo en la mochila debido a que no puedo transportar carga por culpa de una lesión de espalda. Y tener que subir hasta el Refugio acarreando parte del material de escalada y con algún otro extra para no penar en exceso al joven del equipo era algo que realmente me preocupaba. A ver si me iba a pegar un perrele por el exceso de equipaje que no me dejase ni dar un paso al día siguiente.
El caso es que llegamos a Pandébano en el coche de Miguel; una furgoneta no equipada pero que su propietario prepara hábilmente para poder pasar las noches de forma más o menos confortable (la familia se apaña de cine).
El Urriellu enfrentado al Neverón en la subida por la Terenosa
El paraje estaba más a tope que un campamento para refugiados después de una catástrofe. Era sábado noche y se ve que los montañeros entendemos la juerga como algo diferente a irse de copas. Y era noche cerrada. El caso es que malamente encontramos un huequillo para pernoctar y tuvimos que hacerlo como sardinas en lata, tres a lo largo y uno a lo ancho. No había manera de vivaquear porque, a los coches que lo invadían todo, había que sumarle el hecho de que las vacas también querían pasar allí la noche. Digo yo que debe gustarles darse paseos nocturnos entre esas cosas raras que para ellas serán los automóviles.
A la mañana siguiente emprendimos la subida hasta el refugio de Urriellu. Miguel se encontró con un viejo conocido. Uno de esos que lleva no sé cuantísimas ascensiones en su cuenta particular. Hay mucho supermen por ahí sueltos. Mientras ellos hablaban, llamó mi atención un personaje enfundado en una ceñida camiseta y unas mallas de color verde que – le felicitaban por ello- acababa de concluir su ¡591 ascensión al Picu! Y eso es cosa de despistar a cualquiera. Porque, pensé yo, si este talludito en traje de lagarto ha subido tantísimas veces es que no puede ser tan difícil la cosa.
Dejamos los bártulos en las taquillas y nos fuimos a aprovechar el día. Ya habíamos decidido, vista la cantidad de coches y de gente que había, que el intento al Picu lo íbamos a dejar para el día siguiente, lunes. Subimos La Párdida con Ander protestando porque le llevábamos demasiado rápido. ¡Dios mío! A este todo le parece infinito cuando no hay de por medio retos cuasi insuperables. A mí esta actitud tan propia de su edad me mata, sinceramente.
La cumbre de La Pardida
El caso es que logramos nuestro objetivo del día y después de cenar, lo de siempre en el sitio de siempre (qué poca imaginación tiene esta gente con las comidas), nos fuimos a nuestras literas. No madrugamos. Nos levantamos temprano pero solo lo justo. Queríamos dar tiempo a que el sol acariciase la roca y le trasmitiese calidez. Miguel cargado con la artillería y una cuerda, y mi pobre espalda con algo de picar y agua para los tres, algo de ropa de abrigo para todo el equipo y la otra cuerda.
Vivac al comienzo de la Canal de la Celada
Cordadas en las reuniones de la directa de los Martínez
En el acercamiento vimos varias cordadas subiendo por diferentes vías. Demasiada tela para estos principiantes. La Vía directa de los Martínez ya estaba, a pesar de ser un lunes de septiembre, bastante concurrida. Nos tocaba esperar la vez y allí nos apostamos, rendidos a los pies de esa magnífica mole rocosa.
Los que nos precedían no terminaban nunca de dejar la primera reunión despejada. Y, lo que es la insensatez y la valentía, en ese momento me atreví a comentar que bien podrían habernos dejado pasar a nosotros primero porque éramos menos y seguro que más rápidos (luego resultó que cogieron carrerilla y ¡vaya cómo subieron!).
Nuestro anfitrión llegando a la primera reunión
Era la tercera en la cuerda y cuando llegué a la tan ansiada pequeña repisa pensé que si aquel tramo era -según había sabido- el más difícil, lo que quedaba sería cosa de coser y cantar. La autoestima a tope de una sobrada. La salida no me pareció difícil pero el tramo hasta la segunda reunión se me hizo largo, larguísimo. Ander que nunca quiere que su aita tense la cuerda, al contrario que el resto de los mortales quienes preferimos notarnos colgados como chorizos, insistía en que su aita tirase de la línea de vida.
Dos de de la cordada de tres
La Collada Bonita, Aguja de los Martínez y Torre del Oso
Estuvimos atascados un buen rato porque la cuerda se había quedado prendada/prendida de algún resquicio hasta que nos decidimos a tirar para arriba con sumo cuidado. Yo esperaba en cada largo a que Ander estuviese a seguro en la siguiente reunión, al lado de su aita, para acometer mi turno, actitud que hizo que nuestro progreso fuese excesivamente lento. Pensaba, de forma totalmente lógica por otra parte, que el padre estaría pendiente de la cuerda de su vástago y que la mía no le preocuparía de la misma manera. A pesar de ir atada y estar bien asegurada, no me gusta que nadie haga el trabajo que a mí me corresponde. Una es muy digna y no quiere ir de nenaza. Así que, como es mi costumbre en casos parecidos, me tomaba el ascenso como si fuese yo de primera solo que, en vez de poner los hierros, lo que hacía era recuperarlos.
Resumiendo, que cuando llegué a la parte alta de los dichosos canalizos, después de experimentar en carne propia eso a lo que llaman tirar de adherencia, me encontraba bastante desfondada y casi al borde de la angustia. ¡Jopé con la vía fácil y con las 591 ascensiones del lagarto! Por no hablar de mis pobres dedos gordos aprisionados en los pies de gato. Pero no era momento de tirar la toalla, así que haciendo acopio de amor propio pensé que si el mocoso había subido como si tal cosa, la viejilla del grupo no sería quien diese la nota.
Superando los canalizos
En la última reunión de la vía nos encontramos con tres extranjeros que bajaban. Son austriacos y estaban pletóricos… de felicidad y de vitalidad. A nosotros solo nos quedaba la travesía por la cresta. Llegamos a la imagen de la virgen y nos abrazamos para celebrarlo.
Celebrando la ascensión
Ander y yo en la cima
¡Anda que no tiene mérito este jovenzuelo!, me dije. Y hablo de tu aita, Ander, que a mí cualquiera de menos de 50 me parece que está en la flor de la vida. Experiencia y paciencia, ¡qué maravillosa combinación en un trance como este! Pues, sí. Estábamos en lo más alto. Lo había conseguido. Pero no pensaba en lo magnífico de estar allí y de que había cumplido un reto sino en que teníamos que bajar todo lo que habíamos subido. ¿Por qué la gente solo habla de lo glorioso del momento? ¿Acaso soy yo la única cagona? Todos los que cuentan que han subido solo parecen haber percibido emociones positivas. Y allí estaba yo, diciéndome a mí misma que ese bicho me quedaba demasiado grande.
Volvimos sobre nuestros pasos y entonces nos tocaba eso de rapelar. Éramos los últimos en la montaña o por lo menos no había nadie a la vista ni se oían otras voces tras nosotros. Miguel decidió en un principio que fuese yo la primera en descender pero luego se lo pensó mejor y emprendió él la bajada. Decisión por demás acertada ya que las dos cuerdas unidas se quedaron un poco cortas en uno de los largos. Algo que él resolvió con comodidad y que para mí se habría convertido en un hándicap importante.
Rapelando
Así que ahí me quedé yo, de responsable en aquel abismo de aire y roca, procurando que el enano siga bien atento las reglas del juego. Le digo que baje ligero pero sin prisas, que no levante la guardia y que vaya con cuidado. Y él, obviando mis advertencias, se aleja dando saltitos cuan experto saltamontes. Mientras guardo mi turno, me asaltan negros nubarrones en forma de inseguridades y me atrapan dudas metafísicas profundas. Dudo de si voy a ser capaz de saber pasar la cuerda por el seguro o de si se me va a nublar mi reducido intelecto en el último momento y me voy a quedar allí bloqueada. En fin ¡de no creérselo! ¡Esto no lo había yo leído en ningún sitio!
Cuando llegamos a la collada de la Celada donde la amatxu de Ander nos esperaba pacientemente lo hice con la absoluta certeza, aunque no lo expresé en voz alta, de que no iba a repetir semejante hazaña ¡por nada del mundo! Llegamos a Pandébano de noche cerrada y chispeando. Los de la meteo habían acertado de lleno y al día siguiente el paisaje cambiaría radicalmente.
He dejado transcurrir un tiempo prudencial antes de poner en el papel mis emociones. Y ¡lo que son las cosas! escribo esto con la certeza de que, hoy por hoy, repetiría la jugada ¡mañana mismo! Y que tiemble Bernabé Aguirre, porque ya estoy más cerca de superar su record.
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ResponderEliminarZorionak por esa primera al Picu!!
ResponderEliminarEstupendo relato!
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ResponderEliminarJoder Mati!! Estas hecha toda una kromagnona, cualquiera te tose. Felicidades por esa gran conquista.
ResponderEliminarEpa, Isa. Me alegra que te haya gustado el relato. Suerte el día 27 con el tuyo. A ver si me puedo acercar para disfrutar con vuestra presentación.
ResponderEliminarJuan, es un orgullo poder compartir experiencias con ese grupo de tenaces montañeros. Todos los jueves del año, con la meteo a favor o en contra, siempre hay Kromagnones en la montaña de Euskal Herria.
Robin, no he podido leer tus comentarios. ¿Los has eliminado?
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