Los bucardos se extinguieron. Estos otros especímenes todavía siguen vivos.
Nostalgias de la niñez. La búsqueda de aquellos lugares donde discurrieron buenos momentos. Un apa (si mamá era ama, papá por lógica infantil debería ser apa) a quien le gustaba la pesca y un tío materno a quien le gustaba la vida. El apa entre las rocas con su caña y el tío mientras tanto dándose chombos con el hijo y los sobrinos. Alguna otra vez intenté encontrar el lugar pero sin demasiada suerte y con poca insistencia. Era menos curiosa, está claro. Y más conformista. Tal vez como plan de supervivencia a una vida no demasiado satisfactoria. Pero no nos vayamos por las ramas.
Nostalgias de la niñez. La búsqueda de aquellos lugares donde discurrieron buenos momentos. Un apa (si mamá era ama, papá por lógica infantil debería ser apa) a quien le gustaba la pesca y un tío materno a quien le gustaba la vida. El apa entre las rocas con su caña y el tío mientras tanto dándose chombos con el hijo y los sobrinos. Alguna otra vez intenté encontrar el lugar pero sin demasiada suerte y con poca insistencia. Era menos curiosa, está claro. Y más conformista. Tal vez como plan de supervivencia a una vida no demasiado satisfactoria. Pero no nos vayamos por las ramas.
Hace poco volví a la carga y esta vez di con el lugar que buscaba. Una localidad costera cántabra. Un pozo entre rocas que para acceder a él había que subir una colina y andar, en aquel entonces, entre vacas por terreno silvestre. Poco tiene aquello ya de asilvestrado pero el acogedor pozo (ahora lo llamaríamos jacuzzi al aire libre) todavía sigue allí; rodeado del boom del ladrillo.
Pero en este momento de mi existencia los lugares elevados me llaman poderosamente la atención. Así que, si hay que subir, buscar el punto más alto constituye casi una devoción. Aunque llevaba pantalones cortos, la argoma y la zarzaparrilla no iban a echarme para atrás y ahí que me fui en búsqueda de lo más alto, 49 metros para ser exactos.
El punto más alto
Y entonces le descubrí, agazapado entre la maleza que parecía no hacerle a él daño. Tan enfrascado en su tarea que, para no asustarle, decidí saludarle antes de que me tuviese encima. Armado con unos prismáticos miraba hacia mi siguiente objetivo del día. Una pequeña cala de roca y arena, donde perros y personas compartían espacio y juegos. Lo olvidé enseguida porque me preocupaba más aquel punto alto que cualquier tío raro y sus inocentes o perversas intenciones.
Al bajar de mi atalaya, el tío se hizo el orejas en un intento de no volver a llamar mi atención. Y yo, con la cabeza ya en otras cosas que no fuese coronar cimas, me puse a pensar en el motivo de que aquel individuo estuviese allí agazapado. Al llegar a la cala, obtuve la respuesta. Un grupo de nudistas tendían sus cuerpos al sol, dispersos entre las rocas. ¡Toma ya! Blanco y en botella…
Yo pensaba que los tiempos de los “viejos verdes” habían pasado a la historia. Que ya no volvería a revivir la época en que casi se jugaban la vida en la ladera de La Salvaje en los comienzos de esta como playa nudista. Y no me vengas diciendo que soy una mal pensada y que tal vez el hombre solo estuviese atisbando aves. Ni ez naiz atzoko jaiotakoa, gero!
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