viernes, 18 de marzo de 2011

Túnez a caballo - Mila Gallastegi



Habíamos visitado anteriormente el Sahara en dos ocasiones: desde el sur de Marruecos caminamos entre las rocas y dunas del Tassili N'Ajjer, en el sur de Argelia, y en Mali fue el río Niger el que nos llevó hasta las puertas en Tombuctú…

Un nuevo modo de experimentar la aridez extrema del Sahara y poner a prueba nuestra capacidad de someternos a la aventura creció como una propuesta novedosa en el Sahara del sur de Túnez, donde es posible atravesar grandes tramos a lomos de un hermoso caballo árabe, como lo hicieron los nómadas beduinos tiempos atrás.




Iniciamos nuestro viaje en Douz, un pueblecito a las puertas del Gran Erg Oriental, con los caballos de Abdherrahim, primero entre las calles de Douz, que nos llevaron hacia los palmerales que rodean la ciudad y la protegen del amenazante desierto de arena. A poco menos de una hora dejamos atrás las últimas palmeras y nos adentramos en el desierto de arena, cabalgando libremente entre las dunas. El paisaje es abrumador, todo lo que te alcanza la vista es arena extremadamente fina, cuyo color va cambiando en función de la hora del día y del efecto de la luz solar. El viento moldea estas dunas con formas suaves que van cambiando de aspecto y lugar a su capricho. Este viento fue un problema para el cuidado de las cámaras de fotos, en especial, el segundo día en el que sufrimos una tormenta de arena.




Aunque nuestra vista alcanzaba el infinito nunca avanzábamos en línea recta. Cabalgábamos en zig-zag, bordeando las dunas por su parte más baja, para evitar que el caballo se cansara o se lastimara, ya que en la parte más alta se hundía con facilidad. Nuestro equipo lo completaban 4 camellos, que transportaban todo lo necesario para 7 días de travesía, y sus dos camelleros, Abmood e Ibrahim. Generalmente ellos realizaban un recorrido más corto y directo a los puntos de acampada, mientras que nosotros, nos desviamos para buscar los paisajes más espectaculares.




Cabalgábamos entre tres y cuatro horas, para atravesar un mar de dunas hasta alcanzar lo que bautizamos “oasis de matorrales”, un buen refugio contra el viento. A la sombra de estos matorrales preparábamos la comida y echábamos la siesta. A la tarde, otras tres horas de cabalgata hasta el siguiente oasis, para cuidar de los caballos, preparar la cena y esperar a la hora mágica en la que el sol se esconde tras el horizonte, tiñendo el cielo de rojos y ocres, que dan paso a la noche, con sus millones de estrellas tintineando en el firmamento. Hechizados por su belleza sentíamos que nuestros parpados pesaban más y más…




Mila Gallastegi

Audiovisual: A caballo sin fronteras

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